Programa completo “Pensándolo bien”, de Jorge Fernández Díaz, con Laura Di Marco, Miguel Wiñazki, y Guido Martínez –
Emitido por Radio Mitre – 14 de junio de 2019
Programa de interés general, política, literatura, historia, con entrevistas y el editorial de Jorge Fernández Díaz.
Audio alternativo:
Editorial: Odisea en la montaña: una banana, un perro que lo abrigó a la noche y una larga caminata para ayudar a su familia de Roxana Badaloni. Publicado en Clarín.
La idea era pasar un feriado al aire libre en familia y terminó en una odisea. “Realmente fue terrible. Sentí culpa y miedo. Había metido en ese lugar a mi familia y tenía que poder sacarlos. Gracias a Dios nos encontraron y hoy lo podemos contar”. El que habla es Rodrigo Baigorria, un mendocino de 47 años que se equivocó de camino. Bajó una quebrada y dejó su camioneta Toyota Hilux varada en una hondonada, a 2.800 metros de altura. Perdió señal de celular y tenía pocos alimentos. Con su mujer y sus hijos tuvieron que pasar la noche en plena cordillera, con temperaturas bajo cero. A la mañana siguiente, le dio un beso a cada uno, guardó una banana y una botella de agua entre su ropa y se largó a caminar en busca de ayuda.
La familia pasó dos días perdida. Muriel Páez (29), Gabriel (12), Delfina (7) y Josefina (1), se quedaron solos dentro de la camioneta, en ese pozo, hasta que vinieron a rescatarlos. Rodrigo trepó cerros y caminó durante un día completo. Pasó frío extremo. Temió ser atacado por perros cimarrones, víboras, alacranes y arañas. “No pude dormir, podía morirme si no estaba alerta”, confiesa.
La compañía inesperada. Un perro galgo guió a Rodrigo Baigorria en su travesía en busca de ayuda. Le brindó calor a la noche. Foto: Delfo Rodríguez.
La compañía inesperada. Un perro galgo guió a Rodrigo Baigorria en su travesía en busca de ayuda. Le brindó calor a la noche. Foto: Delfo Rodríguez.
Los Baigorria viven en la villa cordillerana de Uspallata, en el camino de alta montaña que une Mendoza con Santiago de Chile, a una hora y media en auto de la capital mendocina. Rodrigo, que nació en esa zona y trabaja en Vialidad provincial, quiso llevar a su familia hasta una cascada en la Pampa de Canota, un camino elevado, semidesértico, sobre la ruta 13. Bajó por una quebrada con su camioneta y, a medida que avanzaba por el camino pedregoso, fue advirtiendo que estaba encerrado entre lomas y que no podría salir de allí. Necesita la ayuda de un vehículo 4×4.
A un mes de esa experiencia aterradora, Rodrigo cuenta cómo fue su instinto de sobrevivencia. “Habíamos planeado ir a Villavicencio con amigos, pero ellos no pudieron. Decidí recorrer el paraje de Canota, a donde hacía mucho que no iba, para que lo conocieran mi mujer y mis hijos”, recuerda, en la siesta cálida del viernes, en su casa de Uspallata.
La familia transitó en camioneta unos 20 kilómetros, por un camino de tierra. Paró en Los Chalés, unas viejas construcciones abandonadas sobre la ruta provincial 13, para preparar el asado. “El primer inconveniente apareció en ese momento porque nos habíamos olvidado la caja de fósforos para prender el fuego. Estábamos por volvernos a casa, cuando nos cruzamos con dos arrieros en sus caballos y ellos nos prestaron su encendedor”. Fueron las últimas personas que vieron por los siguientes dos días.
Rodrigo, Muriel y los tres chicos, prepararon la mesa al aire libre y disfrutaron del asado. Cerca de las 15, decidieron subir a la camioneta para dar otro paseo, antes de retornar a casa. “Quería mostrarle a mi hija Delfina los guanacos de la precordillera”, explica Rodrigo. Anduvo otros 35 kilómetros con la intención de continuar por el recorrido que lleva al Paso de las Carretas y la mina La Mendocina, pero se confundió.
“Tomé la quebrada equivocada, una bajada muy extrema y quedamos en un pozo, sin poder salir con la camioneta”, detalla. Ahí permanecieron, en medio de la montaña, con temperaturas bajísimas y una canasta con algunas frutas, budín, dos litros de agua y un poco de asado para cubrir las necesidades de los siguientes días.
“Me puse nervioso porque me di cuenta que no iba a poder subir la cuesta. Intenté seguir por esa quebrada pero la camioneta quedó con sus ruedas enterradas”, dice. Y piensa que las ganas de explorar nuevos paisajes le pueden hacer “pasar una mala jugada a cualquiera”. Incluso le ocurrió a Rodrigo que conoce la zona y se encarga del mantenimiento de esa ruta por su trabajo en Vialidad.
Cree que gracias a la templanza de su esposa pudo reaccionar rápido. “Muriel me dio tranquilidad. Me dijo que teníamos que salir a pedir ayuda, que no iba a ser fácil encontrarnos donde nos habíamos quedado varados”, recuerda. Y confiesa que sabía que tenía que caminar 30 kilómetros para pedir auxilio. “Entonces pensé, tengo 47 años, soy entrenador de fútbol (en los juveniles del club Tiro Federal) y aunque estoy fuera de estado físico y soy vago para caminar, tengo que animarme”. Y se animó. “Al final, me sorprendí de haber logrado caminar tantas horas. Las ganas y el amor de padre pudieron más”, sonríe.
Llevaba poco abrigo, una camiseta del tipo primera piel y un buzo, nada más. “Esa noche previa la pasé muy mal. Tendría que haber descansado en la camioneta pero estaba muy nervioso, y no pude”, admite. Con su esposa trataron de entretener a los chicos y convencerlos de dormir en el vehículo, todos acurrucados, como si fuera un día de campamento. “Creo que las nenas no se dieron cuenta del riesgo que teníamos de pasar la noche en plena cordillera, pero sí Gabriel, que es el mayor. El nene estaba muy serio y preocupado”, relata la mamá.
Al amanecer del jueves 2 de mayo, Rodrigo se despidió. Besó a su esposa y sus hijos y comenzó su recorrido a pie en busca de ayuda. “Agarré una banana y una botella de un litro de agua, el celular (sin señal) y salí a caminar”, dice. Asegura que estaba orientado: “Sabía por dónde irme. Tenía dos caminos: uno de 30 kilómetros hacia la ciudad de Uspallata y otro, el más corto, hasta un puesto de cría de animales, a 12 kilómetros”.
Por su menor condición física, optó por el puesto de la familia Vergara, el recorrido más corto. Caminó alrededor de 8 horas. En el trayecto, tomó fotos con su teléfono para identificar el terreno y hacer más fácil el retorno hasta su familia. Sin embargo, el primer plan falló. Cuando llegó no había nadie ni nada en el puesto. Los corrales no tenían animales, el rancho estaba desocupado y no había rastros de algún habitante del paraje. Confiesa que se derrumbó: “Me largué a llorar. Estaba muy angustiado porque sabía que la vuelta sería brava”.
Rodrigo llevaba zapatillas del tipo urbanas y sus pies empezaron a lastimarse. “Me dolía mucho la pierna izquierda. Descasé, tomé agua y metí los pies en una pequeña laguna para calmar el dolor”, describe. Siguió caminando: “Tomé fuerza porque tenía que regresar a donde estaba mi familia, de vuelta a pie hasta la Pampa de Canota”.
Ya empezaba a oscurecer. Muriel seguía a la espera. Los chicos jugaban en plena cordillera, alrededor de la camioneta. “Les daba pequeñas raciones de comida: un pedacito de budín, un trago de agua y les decía que teníamos que guardar comida para más tarde”, recuerda la mamá. Ella no comía. Había perdido el apetito, la angustia no la dejaba tragar un bocado.
Empezó a hacer frío. De a ratos, la mamá prendía la calefacción de la camioneta para no quedarse sin combustible. Encendía el motor y alcanzaban a sintonizar una radio de Mendoza que los entretenía.
Rodrigo, en cambio, seguía a la intemperie y sin comida. Cuando descendía del rancho, escuchó un ruido entre los arbustos y apareció un perro de raza galgo. El animal era manso y empezó a seguirlo. “Se mantuvo a mi lado en toda la vuelta. No sabía qué pensar: ¿De dónde había salido, quién me lo había enviado?”, se preguntaba. Y como ocurre en situaciones extremas, pensó en sus seres queridos: “Debe ser una señal de mi papá Francisco, que murió cuando yo tenía 13 años, o mi abuela Serafina, quien me crío y también ha fallecido”, dijo.
Asegura que el perro le dio fuerza para seguir. Logró alcanzar un cerro tipo caracol llamado Alto Los Molinos. “Sabía que si mi hermano o alguno de mis amigos venía a buscarme, se acercaría hasta ese lugar que siempre me gustaba recorrer”, explica.
Llegó exhausto a la cima. “Estaba oscuro pero el perro me guiaba. Cuando tuve frío en la noche, se me acercó más y con su cuerpo me daba calor. Descansé sobre una piedra y me abracé al perro”, describe
Pasadas las 22, escuchó un ruido y creyó que era otra vez el viento o el vuelo de un avión por el cielo límpido. El perro salió corriendo hacia el camino y se cruzó delante de la camioneta que se acercaba. “Gracias a Dios era mi hermano Marcelo. Salté y me caí dando tumbos de la emoción”, recuerda. Detrás venían su jefe Orlando Valdez, personal de Gendarmería, la patrulla de rescate policial, otros amigos y vecinos. Casi todo el pueblo estaba abocado a la búsqueda.
Rodrigo subió a la camioneta de su hermano para ir al rescate de su familia. Intentaron subir al perro con ellos, pero el animal no quería y se escapó. Recorrieron 16 kilómetros más hasta donde estaba el resto de la familia. “Llegamos pasada la medianoche. Nos costó ubicar la camioneta, estaba agotado y no podía identificar bien los lugares”, dice Rodrigo. La foto de un cartel indicador de una curva, le permitió al jefe de Vialidad reconocer la quebrada a donde había quedado la familia. Llegaron hasta Muriel y los chicos: “Nos abrazábamos, reíamos y llorábamos, todo al mismo tiempo”, dice Muriel y admite que recién ahí se aflojó y descargó tantos nervios.
Los cinco integrantes de la familia fueron rescatados y trasladados al hospital de Uspallata para un chequeo médico. No sufrieron complicaciones, solo pedían agua y retornar rápido a casa. A las pocas horas recibieron el alta. “Nos recibió todo el barrio y nuestras familias”, dice Rodrigo. Y destaca: “Fue emocionante. En esos momentos límites, te das cuenta del cariño de los que te rodean”.
La relación de pareja también mejoró después de pasar ese mal rato: “Estamos más unidos y valoramos todo lo que hemos construido juntos”, dice Rodrigo y asegura que esto no fue una anécdota más, sino “un antes y un después” en su vida.
Una semana después, la familia volvió a su rutina habitual, pero Rodrigo no podía olvidarse del perro que lo acompañó en su travesía. Se lo contó a su jefe y juntos fueron a buscarlo por el monte hasta el puesto de los Vergara. Lo encontraron: “Me vio y empezó a ladrar de contento, movía la cola, corría a mi alrededor, no paraba”, cuenta entre risas Rodrigo, aliviado porque su compañero de viaje también había logrado retornar a casa.